Me hice una prueba de embarazo en el baño de la oficina, y saliendo le dije a Bernardo, que sí, que íbamos a tener un bebé. No lloré, ni me asusté, ni (debo aceptarlo) me puse loca de alegría. Pasé el embarazo llorando con un novio al que no conocía bien, y triste porque no tenía dinero para comprarme ropa de maternidad. Cuando Dante nació alguien olvidó decirle que esa persona que tenía al lado no era una máquina de dar leche y me convertí en una vaca cuyo becerro no soltaba ni un momento. Yo renegaba y me quejaba porque no podía dar un paso sin que el crío llorara y quisiera comer.
Pero un buen día, ese pequeño empezó a carcajearse y a imitar la mímica de las canciones tontas que yo le cantaba con sus manitas, aprendió a hablar muy pronto, y todo se volvió muy sencillo. Cualquier problema lo podía solucionar hablando con él, porque tenía una capacidad de comprensión sorprendente.
Por cuestiones de trabajo tuvo que ir con nosotros a todos lados, y aún siendo un bebé cooperó como un campeón, aprendió a jugar siempre donde mamá lo viera aunque estuviera ocupada, a dormirse a sus horas, estuviera donde estuviera, así fuera en un sleeping dentro de un camión de sonido, junto a un templete con un grupo de death metal tocando; a hacer pipí en los lugares menos imaginados, a comer de un tupper cuando se requería, a estarse quietecito en la oficina, a hablar bajito en los eventos, a entretenerse con la compu en las reuniones, a ser vegetariano en casa, sin quejarse.
Es fácil ser mamá con un pequeño así.
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