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Mostrando entradas de agosto, 2007

de circos y otras promesas

Como premio por no haber llorado en la escuela llevé a mi hijo al circo, pagando barato en preventa y luego volviendo a pagar para poder estar enfrentito cuando saliera Poncho de Nigris (jaja!, no es cierto, el supermegagalanazo de frijol sólo estuvo los tres primeros días). El caso es que el circo y todo lo que gira en torno a él me fascina al grado de escribir un cuento y una novela sobre él. La vida rodante y la magia y la posibilidad de volar dentro de la carpa son cosas que sólo puedo imaginar. Sin embargo, los circos con animales no me gustan nada, nadita. Si no me gustan las aves enjauladas y los peces que dan vueltas y vueltas en peceras, menos me gustan seis tigres en una jaula de muy pocos metros. El talento de los artistas, de unos más que de otros, claro, es sorprendente y admirable, pero el explotar a los animales no me parece ético ni humano. Hicieron el clásico acto del muñeco de peluche al que le dan cuerda y resulta que es un perrito dentro de un traje de peluche, en L
Por fin una buena tarde vi cristalizado uno de mis más grandes deseos en la vida: hacerme rastas, o dreadlocks, como se llaman. Pues bien, después de la frieguita de hacérmelas me vi en el espejo y una lágrima de felicidad rodó por mi mejilla. No sabía que mi vida cambiaría sólo por un peinado, pero así fue. Fui con mi marido e hijo a la plaza, a ese templo consumista al que uno tiene que ir para poder ir al cine y divertir a los niños sin pasar calores, y no pude evitar sentirme extraña. De por sí, evito acudir a ese lugar a menos que esté muy, muy aburrida. El caso fue que la gente me veía como si tuviera lepra, como si les diera miedo que me diera un ataque o peor aún, como si me fuera a acercar a venderles algo. En fin. Me acostumbraré.