Como premio por no haber llorado en la escuela llevé a mi hijo al circo, pagando barato en preventa y luego volviendo a pagar para poder estar enfrentito cuando saliera Poncho de Nigris (jaja!, no es cierto, el supermegagalanazo de frijol sólo estuvo los tres primeros días). El caso es que el circo y todo lo que gira en torno a él me fascina al grado de escribir un cuento y una novela sobre él. La vida rodante y la magia y la posibilidad de volar dentro de la carpa son cosas que sólo puedo imaginar. Sin embargo, los circos con animales no me gustan nada, nadita. Si no me gustan las aves enjauladas y los peces que dan vueltas y vueltas en peceras, menos me gustan seis tigres en una jaula de muy pocos metros.
El talento de los artistas, de unos más que de otros, claro, es sorprendente y admirable, pero el explotar a los animales no me parece ético ni humano. Hicieron el clásico acto del muñeco de peluche al que le dan cuerda y resulta que es un perrito dentro de un traje de peluche, en La Paz, a 30 y tantos grados! el pobre poodle dentro del peluche casi se muere. Eso en la primera parte, después del intermedio vinieron los tigres, animales hermosos, increibles. Todo bien. Luego, los caballos. Empecé a notar incómodo a mi hijo cuando el domador les ordenaba haciendo sonar la cosa esa como látigo y parecía que los golpeaba. Pero lo que nos llamó la atención fue ver a dos caballos con heridas en el costado, heridas abiertas en carne viva, que daban vueltas y bailaban y saludaban al público. De repente mi hijo me pidió que nos saliéramos porque no le gustaba ver que le pegaran a los caballos. Mi hijo tiene 4 años. Yo, por supuesto, no me negué. Prefiero ver el Cirque du Soleil en VHS en la comodidad de mi hogar, con palomitas de micro.
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