No te creas: sí me da penita a veces. Me gusta llamar la atención y todo, pero tampoco me gusta angustiar a los anfitriones. Y es que ser vegana me ha limitado mucho mi vida social, junto con mi menú. En casa no tengo bronca, pero fuera de mi santuario casi monástico, no tengo muchas opciones. Por ahí me encontré unos panes integrales sin huevo, y no me fallan los elotes con puro limón y chile, pero lo que es comida... En carnaval, como a los muchachos les llevaban cena, yo me compré un Subway sin mayo ni queso, y estaba muy decente, pero la neta me duele un poco el codo pagar 50 pesos por un pan con algunas verduras. Pero bueno, a eso ya me he acostumbrado, y me gusta, mi cuerpo empieza a desinflarse, y gasto mucho menos en chucherías. El verdadero problema es cuando se trata de convivir. En el after de un evento llevaron pizza y ni modo de quitarle el queso, me salvó que un buen amigo llevó sushi y me preparó un rollo especial vegano, que si no, me quedo como perro de taquería con mala suerte. Ayer fuimos a comer con los de la oficina y era un menú para todos: sopa de tortilla y arracheras como plato fuerte. Otro amigo pidió por anticipado un plato sin nada animal para mí. No comí sopa porque seguro tenía consomé de pollo y también tenía queso, aunque olía delicioso. El postre, para mi desgracia, era una rebanada jumbo de flan bañado con jarabe de chocolate, que por obvias razones, tampoco probé. Sentada entre todos, comiendo mi plato especial, blanco de las burlas, me sentí como apestada, como paria, pero también agradecida con el gesto de preocupación de mi compañero.
En fin. Una vez decidido no hay vuelta atrás, el veganismo no es una dieta, es un estilo de vida que también tiene sus detallitos grises.
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