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Dos horas estuvieron en el consultorio del ginecólogo psiquiatra. Dos horas, tal vez un poco más, escucharon teorías que incluso en pleno año 2011 sonaban como salidas de película de ficción. El bebé, su bebé, el que nacería en menos de dos semanas, por cesárea, tenía el cincuenta por ciento de probabilidades de desarrollar un trastorno mental de tipo psicópata. Pero ellos se habían buscado la angustia: Diego y Friné Ponce, de los Ponce dueños de las ferreterías del centro, después de dos años de perfecto matrimonio, se habían embarazado, y querían recibir al primogénito sabiendo todo sobre él, así costara más que la universidad del nonato. Las pruebas se realizaron en dos sesiones. En la primera, la entrevista con los futuros padres para conocer el historial médico y psiquiátrico de las dos familias; en la segunda, la prueba física: el ultrasonido, la toma de sangre y la punción lumbar del feto, para análisis de ADN, y poder determinar el fenotipo exacto del bebé.
En la tercera consulta Friné y Diego no esperaban escuchar que, teniendo la primera un tío abuelo con demencia senil, y el segundo una tía en segundo grado con esquizofrenia y un tío abuelo de tercer grado con una grave psicosis, por cuestiones de la cadena y las combinaciones genéticas, Diego Jr. estaba destinado a jugar un volado entre la salud mental y una vida de tratamientos.
Friné, aterrada, no habló una sola palabra después de escuchar al doctor. Diego, incrédulo, recibió las indicaciones sin asimilarlas totalmente. Lo que les quedó muy claro fue que no había nada que hacer, sólo esperar y observar.

Dieguito nació perfecto, justo como lo imaginaban, incluso más bello que como lo habían visto en el ultrasonido tridimensional. Como habían comprado la casa, no había en ella una habitación que les gustara para el niño, por lo que prefirieron construirla: en el segundo piso, junto a la de ellos, con ventanas grandes, pero alejadas del suelo, justo a la altura del pecho de un adulto.La pediatra psiquiatra les recomendó decorarla de color azul muy tenue, y por ningún motivo agregar accesorios rojos, naranjas o morados.
Friné insistió en mandar hacer todo el mobiliario especial, de madera forrada con telas esponjosas, con motivos infantiles como ositos y mariposas. La cuna no tenía barrotes, sino que sus paredes eran completas y suaves como el resto de los muebles.
El médico había dicho: observen, y en eso se les iba el tiempo. Observaban, pero en realidad no sabían qué. Conforme crecía y aprendía cosas nuevas, su manera de relacionarse con las personas cambiaba. Como lo dije, Diego y Friné, observaban, de lejos. Dieguito pasaba el día con Cristy, la nana, quien los tranquilzaba diciendo que no había un bebé más tierno y bello. Pero al verlo mordisquear sus muñecos, se ponían intranquilos.

¡Feliz cumpleaños Dieguito! Decía el pastel, con letras azules, debajo de una velita en forma de 1. La fiesta vaquera, muy “de buen gusto”, en el jardín. Los niños corriendo por todos lados; dando vueltas jalado por un vaquero, un pony; patos caminando en círculos y señores divertidos con sombreros. Lo que no había eran pistolas de juguete, por obvias razones.
Cuando Friné vio a la nana Cristy volteando para todos lados se dio cuenta de que había perdido a Diego Jr. Entonces se armó una especie de búsqueda disfrazada entre el barullo festivo. Diego, Friné y la nana Cristy recorrieron la casa y el patio en busca del pequeño que, a pesar de los tropezones, podía caminar bastante bien.
¡Miren lo que le pasó al pato!, dijo una niña, señalando detrás de un arbusto. Ahí estaba el festejado, sentado, con un pato muerto, sujetándolo del cuello. ¡Cuack! Decía el bebé y lo sacudía, seguro esperando que el animalito repitiera.
Friné corrió a la casa. Diego miró a los invitados, y sonrió, o por lo menos él sintió que lo había hecho. La nana alzó a Dieguito y lo llevó a su habitación a cambiarle la ropa. Los invitados volvieron a la fiesta, sin darle a lo ocurrido la menor importancia.

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