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réquiem por los asfixiados


El día 3 de junio, seis migrantes murieron aplastados y 11 resultaron lesionados al desplomarse las tablas que sostenían a unos cien indocumentados que viajaban en un tráiler procedente de Ciudad Hidalgo, Chiapas, con destino a Puebla. Dentro del camión cien personas estaban debajo de una división de tablas y sobre éstas fueron colocadas cien más. En el grupo de arriba viajaban mujeres y niños. La puerta de la caja del vehículo fue cubierta con cajas de plátano, que sirvieron de pantalla en al menos ocho retenes de migración y del Ejército Mexicano, y pasaron sin ningún problema. Cuando el tráiler circulaba en la carretera Panamericana, en el municipio oaxaqueño de Matías Romero, a la altura del paraje La Mata, los soportes de las tablas de arriba se desplomaron sobre quienes viajaban abajo. Seis personas fallecieron por traumatismo craneoencefálico o asfixia; 11 fueron trasladadas en ambulancias y vehículos particulares al Hospital Regional de la Secretaría de Salud en Juchitán.Varios migrantes abrieron una tapa ubicada en el piso de la caja del tráiler y por ahí salieron para abrir paso a sus compañeros, pues el chofer paró, apagó el aire acondicionado y se largó.
*Nota del la Jornada del 4 de junio
A propósito de esto inserto un cuento que escribí hace algún tiempo.
ÉXODO


Ya había pasado demasiado tiempo, no iban a regresar por ellos. No sabía exactamente cuánto, pero según sus cálculos, hacía mucho que deberían estar afuera. Habrían pasado unas diez o doce horas desde que les gritaron desde fuera y como veinte que vieron su país por última vez.
No tenía hambre. Con el olor a excremento y orines y el calor encerrado era imposible pensar en comer. Nadie hablaba, nadie se conocía. Se habían visto las caras antes de subir, hombres, mujeres, niños, diecinueve personas con rostros iguales, que no se sostenían la mirada, sin curiosidad por los demás. Simplemente había tomado cada quien su sitio y desde entonces no se escuchó más que el sonido agitado de las respiraciones.
Palpó su bolsillo izquierdo y sintió la carta. Necesitaba salir, aunque fuera sólo para enviarla.
Sabía que junto a él estaba una mujer, podía sentir el cabello largo pegado a su brazo por el sudor. Trató de separarse lo más que pudo, pero topó con la pared. La lámina estaba muy caliente, probablemente eran las dos o tres de la tarde, pero no entraba nada de luz, la caja del trailer estaba totalmente sellada.
Aún tenía la sensación de los cabellos en su brazo, sensación que se le hizo familiar. Pensó en su mujer, yendo de un lado a otro cargando a su bebé, siempre seria, como pensando en algo muy importante. Él viéndola, tratando de adivinar qué estaría pensando. Quería verla feliz, como una reina, precisamente por eso es que estaba ahí. Ahora sólo necesitaba mandarle la carta.
El sueño era cada vez más pesado, incluso con el calor y la sed. No se podía ni pensar. Por momentos olvidaba hasta su nombre, de dónde venía, por qué estaba ahí. Hasta que alguien le pisaba una pierna o se escuchaba algún gemido de hambre, se acordaba de todo y volvía a pensar en su mujer. Ella no sabía a dónde había ido, necesitaba enviar la carta para decirle que muy pronto iban a estar juntos, para explicarle los motivos de su partida, para decirle que ella era su más grande motivo. Pero ahora ni él mismo sabía dónde los habían dejado, sólo sabía que iban a morir. Todos lo sabían y nadie comentaba nada. Esperaban resignados a lo que tuviera que pasar. Apostaron y habían perdido, sabían que cualquier cosa podía pasar y decidieron jugársela. Volvió a cerrar los ojos.
Cuando despertó ya había perdido completamente la noción del tiempo. Se sentía sofocado, entumido. Su ropa estaba mojada de sudor, quería quitársela, pero seguramente se la robarían. El estómago se le pegaba a la espalda y le gruñían las tripas. Tenía hambre pero aunque le pusieran enfrente un filete no podría ni tocarlo.
Alguien había muerto, podía olerlo. No sabía quién o quiénes, o si estaban cerca de él, ya que flotaba una mezcla de diferentes olores en el ambiente. La idea de estar junto a un cadáver lo llenó de horror. Se movió a gatas, tocando el piso resbaloso, hasta llegar a una lugar vacío. Encontró una navaja e imaginó lo último que podría haber hecho su dueño con ella. La idea no le pareció tan descabellada después de todo, finalmente su muerte era segura. Volvió a quedarse dormido.
El silencio era cada vez más fuerte, el olor y el calor, insoportables. Casi no se podía respirar, pero él iba a aguantar hasta el fin. No quería morir, no ahí, como un animal. Se acomodó el pantalón y sintió, debajo de sus piernas, un agujero, aproximadamente del tamaño de una corcholata. Pegó la nariz, pudo respirar. El aire, aún con tierra, le devolvió un poco de energía y esperanza. No iba a morir ahí. Tenía que seguir pensando para mantenerse despierto.
Ya no sabía cuántas personas más estaban con vida. Pensó en decirles lo del agujero para que pudieran tomar algo de aire pero lo más seguro era que todos se pelearían por el lugar y al final se quedaría sin su entrada de oxígeno. Prefirió guardar el secreto, aunque se sentía ruin y egoísta, pero necesitaba seguir vivo. No le importaba tanto el hecho de morir como el estar dentro sin tratar de salir. Podía caer justo afuera del trailer, pero saldría por última vez.
La conciencia no lo dejaba tranquilo. Definitivamente no podía quedarse en paz sabiendo que los demás morían sin aire. Dijo, primero en voz muy baja, luego casi gritando. –aquí hay un agujero, aguí hay un agujero!- pero ya nadie respondió. Se sintió culpable y quiso levantarse a tocar los cuerpos, tal vez alguno sólo estuviera desmayado, pero se arrepintió, le daba mucho miedo la muerte, sobre todo porque la suya era inminente. Tomó la navaja y pensó en acabar con todo. Si iba a morir, pues mejor de una vez. Pero no, no quería engusanarse ahí adentro.
Cortó un dedo de su mano izquierda y lo envolvió en un pedazo de su camisa, luego lo arrojó por el agujero. Algo de él ya estaba afuera. Así se iría saliendo poco a poco. Fue cortando uno a uno los dedos, dejando intactos sólo los de la mano derecha. Luego siguió con pedazos de carne de todos lados, las piernas, el estómago. Todo lo envolvía con tela y lo arrojaba a la carretera.
Cada vez tenía menos fuerza para cortarse y envolver. A veces se quedaba dormido, pero despertaba para continuar su trabajo.
Su mujer tenía sólo catorce años cuando se casaron. Tal vez ella nunca lo quiso, pero él sí que la amaba profundamente. Desde que eran novios, ella se mostraba fría y distante. Estaba siempre en silencio. Él sólo trataba imaginar lo que ella quería. Lo único de lo que estaba seguro era de que desde niña había soñado con tener un enorme jardín con columpios. Quería mandarle la carta para que supiera que muy pronto tendría su jardín y sus columpios para jugar los dos con su hijo, que lo esperara.
La navaja casi había perdido su filo, pero de todas maneras él ya no tenía fuerzas para seguir cortando. Buscó la carta en su pantalón y la enrolló para sacarla, justo como él había salido antes. La carta le cayó encima. Estaba listo para llevarla al correo.

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